lunes, 5 de julio de 2021

Taller/Tertulia poética Quinto Encuentro



En este post  están  les autores, sus textos y la consigna que trabajamos en el quinto encuentro donde trabajamos "poesía maldita"

El termino es acuñado en el libro Los Poetas Malditos de 1884, del poeta francés Paul Verlaine, quien elogia las obras de Sthéphane Mallarmé, de Arthur Rimbaud y de otros poetas simbolistas. Entre las características de la poesía simbolista encontramos una clara rebelión contra la lógica, cierto hermetismo y la tendencia a la transgresión. Un poeta maldito y cualquier escritor/a estigmatizado, es aquel que concibe su obra en contra de los statu quo de su tiempo. El alcoholismo, las drogas,, la inclinación sexual, la cárcel o la cuestión política(les maldites son básicamente individualistas)

Antes de Verlaine y los autores por él reivindicados se publicaba quizás la primer obra de la poesía maldita, como es Los Cantos de Maldoror(1869) de Isidoro Ducasse conocido como el Conde de Lautréamont, que murió  un año después de su publicación, Lautréamont no fue objeto de ningún reconocimiento en vida. Siendo las suyas unas páginas “sombrías y llenas de veneno” según sus propias palabras.

Cantos de Maldoror (Conde de Lautréamont)

Canto II

Escuchad los pensamientos de mi infancia, cuando despertaba, humanos de verga roja: «Acabo de despertar; pero mi pensamiento está todavía embotado. Cada mañana, siento un peso en mi cabeza. Es raro que encuentre reposo en la noche; pues horrendos sueños me atormentan cuando consigo dormirme. De día, mi pensamiento se fatiga en extrañas meditaciones mientras mis ojos vagabundean, al azar, por el espacio; y, por la noche, no puedo dormir. ¿Cuándo tengo que dormir pues? Sin embargo, la naturaleza necesita reclamar sus derechos. Como la desdeño, hace que mi rostro palidezca y que mis ojos brillen con la agria llama de la fiebre. Por lo demás, nada me gustaría más que no agotar mi espíritu en continuas reflexiones; pero, aunque no lo quisiera, mis consternados sentimientos me arrastrarían invenciblemente hacia esa pendiente. Me he dado cuenta de que los niños son como yo; pero están todavía más pálidos y sus cejas se fruncen como las de los hombres, nuestros hermanos mayores. Oh Creador del universo, no dejaré, esta mañana, de ofrecerte el incienso de mi plegaria infantil. A veces la olvido y he advertido que, en esos días, me siento más feliz que de costumbre; mi pecho se dilata, libre de toda opresión, y respiro con mayor facilidad el aire embalsamado de la campiña; mientras que, cuando cumplo el penoso deber, ordenado por mis padres, de dirigirte cotidianamente un cántico de alabanzas, acompañado por el inseparable aburrimiento que me produce su laboriosa invención, estoy, entonces, triste e irritado el resto del día, porque no me parece lógico y natural decir lo que no pienso y busco retirarme a las inmensas soledades. Si les pregunto la explicación de ese extraño estado de mi alma, no me responden. Quisiera amarte y adorarte; pero eres demasiado poderoso y hay temor en mis himnos. Si puedes, con una sola manifestación de tu pensamiento, destruir o crear mundos, mis débiles plegarias no te serán útiles; si, cuando te place, envías el cólera para asolar las ciudades u ordenas a la muerte llevarse en sus garras, sin ninguna distinción, las cuatro edades de la vida, no quiero unirme a tan temible amigo. No es que el odio conduzca el hilo de mis razonamientos; sino que tengo miedo, por el contrario, de tu propio odio que, obedeciendo una orden caprichosa, puede salir de tu corazón y hacerse inmenso, como la envergadura del cóndor de los Andes. Tus equívocas diversiones no están a mi alcance y, probablemente, sería su primera víctima. Eres el Todopoderoso; no te discuto ese título pues sólo tú tienes derecho a llevarlo y tus deseos, de consecuencias funestas o felices, sólo en ti tienen término. Por eso, precisamente, me sería doloroso caminar junto a tu cruel túnica de zafiro, no como tu esclavo pero pudiendo serlo en cualquier momento. Cierto es que, cuando te adentras en ti mismo para escrutar tu soberana conducta, si el fantasma de una injusticia pasada cometida contra esa infeliz humanidad, que siempre te ha obedecido como tu amiga más fiel, yergue, ante ti, las inmóviles vértebras de una espina dorsal vengativa, tus ojos huraños dejan caer la asustada lágrima del remordimiento tardío y, entonces, con los cabellos erizados, tú mismo crees tomar, sinceramente, la resolución de suspender para siempre, en los matorrales de la nada, los inconcebibles juegos de tu imaginación de tigre, que sería grotesca si no fuera lamentable; pero sé también que la constancia no ha fijado en tus huesos, como una médula tenaz, el arpón de su eterna morada y que vuelves a caer con frecuencia, tú y tus pensamientos, cubiertos por la lepra negra del error, en el lago fúnebre de las sombrías maldiciones. Quiero creer que son inconscientes (aunque no por ello dejen de contener su fatal veneno) y que el mal y el bien, aunados, se derraman en impetuosos saltos de tu regio pecho gangrenado, como el torrente mana de la roca, por el encanto secreto de una fuerza ciega; pero nada me lo prueba. Con demasiada frecuencia he visto tus inmundos dientes castañetear de rabia y tu augusto rostro, cubierto por el musgo de los tiempos, enrojecer, como un ascua, ante alguna futilidad microscópica cometida por los hombres, como para detenerme por más tiempo frente al poste indicador de esta bonachona hipótesis. Cada día, con las manos unidas, elevaré hacia ti los acentos de mi humilde plegaria, ya que es necesario; pero, te lo suplico, que tu providencia no piense en mí; déjame de lado, como al gusanillo que repta bajo tierra. Sabe que preferiría alimentarme ávidamente con las plantas marinas de islas desconocidas y salvajes, que las olas tropicales arrastran, por esos parajes, en su seno espumoso, que saber que tú me observas e introduces en mi conciencia tu escalpelo de sarcástica risa. Acabo de revelarte la totalidad de mis pensamientos y espero que tu prudencia aplaudirá, con facilidad, el sentido común cuya indeleble huella conservan. Al margen de estas reservas hechas al tipo de relaciones, más o menos íntimas, que debo mantener contigo, mi boca está dispuesta, a cualquier hora del día, a exhalar, como un soplo artificial, el torrente de mentiras que tu vanagloria exige severamente a cada ser humano, en cuanto se levanta la azulada aurora, buscando la luz en los repliegues satinados del crepúsculo, como busco yo la bondad, excitado por el amor al bien. Mis años no son numerosos y, sin embargo, siento ya que la bondad es, sólo, un ensamblaje de sílabas sonoras; no la he encontrado en parte alguna. Dejas adivinar en exceso tu carácter, debieras ocultarlo con mayor habilidad. Por lo demás, tal vez me engañe y lo hagas adrede; pues sabes mejor que nadie cómo debes comportarte. Los hombres, por su parte, consideran una gloria imitarte; por eso la santa bondad no reconoce su tabernáculo en esos ojos huraños: de tal palo tal astilla.


Piénsese lo que se piense de tu inteligencia, sólo hablo de ella como un crítico imparcial. Nada me gustaría más que haber sido inducido al error. No deseo mostrarte el odio que siento por ti y que incubo con amor, como a un hijo querido; pues mejor es ocultarlo a tus ojos y tomar sólo, ante ti, el aspecto de un censor severo, encargado de controlar tus actos impuros. Dejarás así cualquier comercio activo con él, lo olvidarás y destruirás por completo esa chinche ávida que roe tu hígado. Prefiero hacerte escuchar palabras de ensoñación y dulzura... Sí, tú creaste el mundo y cuanto contiene13. Eres perfecto. No te falta virtud alguna. Eres omnipotente, todo el mundo lo sabe. ¡Que el universo entero entone, a todas horas, tu cántico eterno! Los pájaros te bendicen al emprender el vuelo en la campiña. Las estrellas te pertenecen... ¡así sea!» ¡Asombraos, tras esos comienzos, de que sea como soy!



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Osvaldo Lamborghini nació en Buenos Aires el 12 de abril de 1940. Poco antes de cumplir los treinta años, en 1969, apareció su primer libro, El fiord que había sido escrito unos años antes. Era un delgado librito que se vendió mucho tiempo, mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor, en una sola librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado, recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito. En 1973 apareció su segundo libro, Sebregondi retrocede.

Poco después formó parte de la dirección de una revista de avant-garde, Literal, donde publicó algunos textos críticos y poemas. Por algún motivo, sus poemas causaron una impresión todavía más enfática de genio que su prosa.

Durante el resto de la década sus publicaciones fueron casuales, o directamente extravagantes (sus dos grandes poemas, Los Tadeys y Die Verneinung [La negación], aparecieron en revistas norteamericanas). Unos pocos relatos, algún poema, y escasos manuscritos circulando entre sus numerosos admiradores. Pasó por entonces varios años fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Pringles.

En 1980 salió su tercero y último libro, Poemas. Poco después se marchaba a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, Las hijas de Hegel, por cuya publicación no se preocupó (no se preocupó siquiera por mecanografiarla). Y volvió a irse a Barcelona, donde murió el 18 de noviembre de 1985, a los cuarenta y cinco años. Esos últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron increíblemente fecundos. Su espolio reveló una obra amplia y sorprendente, que culmina en el ciclo Tadeys (tres novelas, la última interrumpida, y un voluminoso dossier de notas y relatos adventicios) y los siete tomos del Teatro proletario de cámara, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que trabajaba al morir. [Del prólogo de César Aira al libro "Novelas y cuentos"]

LOS ENFERMEROS, QUE SABEN.

dicen que son irresistibles.

¡Tantas veces han perdido

la cabeza (y el puesto)

por ellas!

—Y también los médicos.

Quiebra en el cotidiano manejo profesional:

hay “algo” en el olor de las locas,

en el vaho que se desprende de sus cuerpos.

Locas: Ellas,

con “algo” en la carne y en el olor de la carne

que ni la electricidad puede arrancarlo,

ni las palabras.

Las palabras son el último intento

antes de la perdición definitiva.

La que entra en el consultorio delirando

se lleva a otro atrapado en sus respuestas.

Las vidas “arruinadas”, ojo,

no merecen elogio ni elegía

ni melancólica

oda postrera.

En el momento la loca habló

y en el otro vino el vértigo.

La encuesta previa para el levante de este

remedo de poema (¡y el tiempo vino!)

llevó a la puerta oclusa del ex doctor Groshen,

el expulsado de los cuerpos de salud.

“Me seducían invariablemente”, dijo,

con los dedos manchados,

“y después me abandonaban a mi suerte”.

—Por una loca hija de puta o puta... —comentamos

“¡No!”, él cortó la frase.

Suerte: Expulsión, él: el expulsado.

La medicina no lo necesita

ya más

y tampoco, tampoco es preciso

a las palabras placentas de las locas:

por un cuerpo que pierden

encuentran toda una academia para ejercer.

¿Cómo decirlo?

¿Quién ejerce y a quién ejerce?

La puerta se abre y los razonamientos

de Groshen exdóctor se evaporan

“¡Me quemó los sesos!”

Hay una mujer con la mirada perdida

y vaga sonrisa

que llama desde el umbral.

El olor llega hasta aquí

hasta la noche del blanco castillo,

o sombras débiles. Hasta el órdago

de las curaciones.

Me estaré

me pregunté

volviendo “loca”.

Oleré, acaso,

de esa manera y con ese

perfume y dardo de que hablé.

Groshen me ruega

un poco de amor:

“¡Un poco de amor!”

O que le dirija, en última instancia,

la palabra

llegaste ¿estás contento Groshen?

los berbiqüines de Dios están aquí

y guirnaldas

en una cantidad tal

y de gran preciosura

que ninguna boca sola

podría proferirlas

se pierde todo temor a estafa aquí

hay joyas brillando y jodas perennes

hay un grano de anís

orgullo de la placenta

hay un pliego y lápiz

japonés

o leeré

reclinado sobre la solución adivinanza

o el invento de otra en su

insoluble reemplazo que

que, inmensamente castillejo corresponde

a hidalgojo

inmensamente

y el que tiene

¿con qué me hueles?

¿la nariz el culo o la boca?

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Alejandra ¨Pizarnik Poeta lírica y surrealista, considerada una de las mejores de Argentina y de américa latina. Sus padres fueron emigrantes rusos, de ascendencia judía y se instalaron en Argentina. El desarraigo de Alejandra suscitó que sintiese extraña, el exilio aparece dilucidado permanentemente en sus poemas

A la espera de la oscuridad

Ese instante que no se olvida

Tan vacío devuelto por las sombras

Tan vacío rechazado por los relojes

Ese pobre instante adoptado por mi ternura

Desnudo desnudo de sangre de alas

Sin ojos para recordar angustias de antaño

Sin labios para recoger el zumo de las violencias

perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma

Ponle tus cabellos escarchados por el fuego

Abrázalo pequeña estatua de terror.

Señálale el mundo convulsionado a tus pies

A tus pies donde mueren las golondrinas

Tiritantes de pavor frente al futuro

Dile que los suspiros del mar

Humedecen las únicas palabras

Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada

Acurrucado en la cueva del destino

Sin manos para decir nunca

Sin manos para regalar mariposas

A los niños muertos


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