Toda referencia de un porteño sobre la mujer es rencillosa. Sus juicios son lanceteos de animosidad, provocaciones discordantes, que tienen una sonrisa escéptica chorreando a flor de labio. En su acepción corriente, alabanza afectada, decir desinteresado en que la mujer es motivo congruente de una frase lisonjera y ampulosa, yo no he visto brotar un piropo de una boca porteña.
No pretende mi afirmación excluir del espíritu porteño a los muchachos que en las esquinas de un almacén y en las calles que se hacen solariegas y en las aburridas sonochadas de los barrios ofren-
dan regalitos verbales a las mucamas y a las mocosas. Tampoco busca desengañar a las muchachas que, con paso remolón y talante falsamente esquivo, recogen en las tardes del domingo el emperifollado elogio de los grandes boulevares: Cabildo, Triunvirato, Santa Fe, Rivadavia. Son pequeñas aldeas y pequeñas explosiones que están al margen de la continuidad urbana, y rechazan la acepción del piropo casi tan encabritadamente como las exclamaciones que en la noche rezuma la virilidad excitada en vecindades lúbricas. A tales desusos no se les puede llamar piropos, sino por incapacidad o ausencia de un idioma vernáculo en que todas las inflexiones de la intención se estampen en palabras. Son frases filosas, casi pérfidas, vacías de palabras, con su gesticulación reducida a su variedad tonal. Cada una de ellas es síntesis de una tragicomedia muda y reñida con toda atinencia social. “¡Qué papa!” “¡Lindas piernas para un invierno!” “¡Si yo fuera su hermano
no la dejaba andar sola!”
Quiero olvidar en este momento aquellos decires chabacanos que son la voz de un grupo que está pidiendo un chiste para reír, y aun aquella frase trivial que articulamos sin darnos cuenta y sin interrumpir al andar de una conversación.
Pero el hombre porteño —celoso de sus priviegios masculinos— obsequia a la mujer un homenaje en que jamás puede ser sorprendido en delito de adulonería sexual, ni en solicitudes de cariño. El hombre porteño en ninguna ocasión depone su perversidad verbal. Sólo es dadivoso de ternura y suplicante de ella cuando mira. El piropo del hombre porteño es su mirada. La mirada traiciona la cáscara de encanallamiento en que se guarece. En las calles, en los tranvías, en los intervalos de los cinematógrafos, en los entreactos de los teatros, en los vagones del subterráneo, en todas partes donde está solo consigo mismo frente a una mujer bonita, el porteño desenfunda una mirada diáfanamente erótica en que se redime de toda fruición rijosa.
Esa mirada es una caricia sin énfasis, un cachaciento mimo que se apega a las formas de la mujer y las va enhebrando a sus inconfesiones dormidas. Con lerdas pausas, la mirada cae, lacia, de la frente a las pantorrillas, repecha por las caderas, ondula junto a los pechos, roza el mentón, se esponja en los cabellos, en cateos espaciosos, y al fin acampa en los ojos vecinos, como paisano sediento en el jagüel. Allí se estanca en solicitud despierta e insistente de una mirada recíproca que justifique sus sueños. Las mujeres no son indiferentes a esos ojos que reverberan sumisos frente a ellas con terquedad de hipnotizador. Los finos tentáculos visuales se presienten sin escrutar el sitio de donde llegan. Hay delicadezas de idólatra en el tacto y una reverencia que ningún otro deseo empaña.
Mas no se intente remontar el curso meandroso de los sentimientos de ese admirador efímero y desinteresado, porque el porteño despistará al impertinente que se atreve a expugnar su confianza. Se agazapará, prevenido, y desconcertará al intruso con una estimación burlesca o un ex abrupto cínico. Dirá: “¡Qué bien está esa hembra!”
Los sentimientos y la especie de sus fantasías deben investigarse por atajos que no hieran su extrema quisquillosidad. Una música, lastimada y sencilla, traduce esa admiración de resignada espectativa: es la música del tango. Y unas palabras superpuestas procuran fingirle una torpeza o una cavilación ajena a ella: son las letras de los tangos. La música dice las amarguras de todos los porteños; la letra, la de unos pocos en que los demás se justifican. Este es apunte que las nuevas letras de tango no quieren servir, porque las letras de tango marcan de más en más la trascendencia
de una pequeña metafísica empírica del espíritu porteño.
“Los ojos de todos los argentinos se parecen”, decíame en París una amiga que había conocido a muchos. Muy tarde comprendí que ella se refería, no a los ojos en sí, celestes, pardos, garzos, marrones, saltones, ojerosos, sino al estado de ánimo que revelaban. Comprendí que mi amiga en los ojos porteños escuchaba una música. Y esa es la dificultad: ¿De qué palabras dotaremos a esa música que no se oye y que no se puede denominar sin desmentirla y falsearla?
De: El Hombre que esta solo y espera
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